Fue un encuentro grato con la señora de las faldas amplias y anillos grandes que conocimos en las afueras de Nueva Italia, Michoacán. Con una generosidad espontánea, y sin saber realmente quienes éramos, cerró su puesto de dulces y su casa para ayudarnos a buscar a un arpista de su rancho que posiblemente andaba al otro lado del lomerío. Subió al coche y empezó a hablar de los bailes de arpa de su infancia y lo mucho que le gustaba la música, “más que un plato de comida”. Nos contó de sus orígenes en el pueblo de La Huacana y Eduardo Llerenas le comentó que había conocido a un arpero muy bueno en La Huacana. Su nombre era Antioco Garibay. “Sí”, respondió la señora, “él fue mi papá”.
Eduardo Llerenas había grabado a Antioco Garibay y su Conjunto de Arpa Grande en la Huacana unos 24 años atrás -en 1975- durante un viaje de grabación que hacía junto con Enrique Ramírez de Arellano. Ya habían grabado muchos sones de arpa grande en viajes previos a la Tierra Caliente de Apatzingán y los pueblos y ranchos aledaños. Esta vez bajaron por Tacámbaro; con las huilotas volando arriba del coche, y los cuiniques cruzando veloces por el camino, para llegar finalmente a la Huacana.
Don Antioco Garibay, el viejo arpista, les abrió la puerta de su casa y los recibió como si les hubiera estado esperando desde hace muchos años atrás. Mandó llamar a los demás integrantes del conjunto: a don Leandro Corona, el violinista y segunda voz, a don Vicente Hernández, voz guía e intérprete de la guitarra de golpe. Estuvo presente Isaías Corona quien tamboreaba el arpa y el segundo violín y voz, José Jímenez, el “joven” del grupo con sus 45 años.
en el momento de la grabación, Antioco Garibay tenía más de 70 años vividos y la fama local de ser un gran arpista. Solía salir con este grupo, conocido como el Conjunto de Arpa Grande de Zicuirán, a tocar los sones de la región durante las fiestas locales. Las tocadas duraban hasta tres días con sus noches enteras. Tal vez por eso dominaban tantos sones conocidos (“El maracumbé”, “El gusto pasajero”, “La malagueña”, etc.) y también un repertorio local enorme que no se escuchaba fuera de esta pequeña parte del estado (sones con nombres de animales y árboles locales como “El cuinique”, “La huilota” y “El huacicuco”). Entre estos está “La polvadera” (con la manera local de decir polvareda), que habla del ambiente jocoso de la fiesta local, y también los sones ‘ejecutivos’ ( de complicada y difícil ejecución) difíciles de encontrar fuera de La Huacana: como son “El ratón” y “El caballo”, entre otros).
El entusiasmo de Don Antioco por la propuesta de grabación fue muy grande. Sugirió de inmediato un local para la sesión (el taller eléctrico de un sobrino suyo, que resultó tener buena acústica) y quedaron de reunirse todos a las nueve de la mañana del día siguiente. Sin embargo, con micrófonos, mezcladora y grabadora listos, todavía no llegaba el arpista. Resulta que a Don Antioco le estaban vistiendo dos de sus nietas, preparándolo para su actuación con la atención que merece un torero antes de la fiesta brava.
Finalmente apareció, vestido todo de blanco, y se sentó en su silla. Le pasaron su arpa grande y la dejó descansar contra su hombro de campesino fuerte, como para aguantar los golpes del tamboreador. Comenzó a tocar las primeras notas de la melodía que anunciaba la entrada de dos violines, la guitarra de golpe, el tamboreo, la voz guía y, finalmente, el jaraneo del coro que, con su alto falsete de perfecta afinación, completó una música de intensidad magnífica.
Aún dentro de los diferentes géneros del son mexicano, con sus ritmos cruzados, melodías complicadas y continuos vuelos de la imaginación, los sones de arpa grande cuentan entre lo más impulsivos, intensos y sorprendentes. Por desgracia, es un género que ha sido desplazado por la música norteña y de banda. sin embargo, en la persona de Don Antioco, existía la presencia de más de un siglo de tradición musical, entre los años que él tocó y los que heredó directamente de su papá y tíos, en aquellas décadas en que los conjuntos de arpa grande mandaban en toda la región.
La grabación había empezado desde temprano. Tanto los sones populares como los muy locales salían casi siempre sin fallas de las manos y voces prodigiosas de los cinco señores que, por su vejez o por otra razón particular, tenían mucha prisa por registrar la mayor cantidad posible de los sones “para dejar un recuerdo para los nietos” –como decía Don Antioco-. La memoria de los hijos le parecía menos urgente que la de los nietos.
Después de doce horas de trabajo esmerado, con la atención de los productores centrada sobre los detalles técnicos de la interpretación y la grabación, se registraron 40 sones. Casi todos con esa voz aguda del coro que respondía con su jananeo a la letra del viejo guitarrista cuya voz ya no alcanzaba las mismas notas que antes. De todas formas él seguía lanzando y a veces salía un sonido fuerte, roto, tal vez difícil de asimilar al escucharlo registrado en un disco, pero que tenía una pasión tal que contradecía la imagen física del viejecito con un par de bastones.
Fue una sesión inolvidable para los grabadores, muy impresionados tanto por la entrega de los músicos como por el estiló único dentro de un género que ya habían grabado en otras localidades de la región. En Apatzingán se suele tamborear algunos de los sones, pero la mayoría no cuentan con esa percusión que, en La Huacana, se vuelve el reto principal al que los demás músicos tienen que responder.
En Apatzingán, cuando un conjunto decide tocar un son tamboreado, uno de los músicos deja su instrumento o, si no, algún aficionado pide ‘cachetear’ (percutir) la caja de resonancia mientras el arpista asume los golpes fuertes y, casi por milagro, logra tocar el ritmo y líneas de la melodía al mismo tiempo que la percusión. En La Huacana, un músico tamborea cada uno de los sones, aunque con un estilo más suave, y convierte la caja del arpa en un instrumento de percusión, poco común entre otros géneros del son mexicano.
Otra diferencia con respecto al estilo de la zona de Apatzingán se encuentra en las entradas de los sones. Antioco tocaba algunas notas en su arpa para anunciar cada son, mientras que en la región de Apatzingán, Nueva Italia y Teapaltepec se acostumbran las entradas largas de los dos violines. El estilo del falsete del jananeo del Conjunto de Antioco Garibay tampoco se oye fuera de la región de Zicuirán y la Huacana.
Referente a la instrumentación, el arpa grande, dos violines y una guitarra de golpe son comunes en toda la región, aunque en La Huacana el tamboreador es un músico aparte. En La Huacana no se acostumbra incluir la bihuela, instrumento muy común en los conjuntos de arpa grande de otras partes de Michoacán. Don Antioco comentaba que la bihuela es una adición reciente y que la música se oía más ‘limpia’ sin ella. El recordaba cuando los conjuntos se conformaban simplemente de violín, arpa y guitarra, y decía que habían sido ellos mismos quienes habían añadido un violín y una voz, “para reforzar”.
Antioco Garibay falleció en 1976, un año después de esta grabación, pero sobreviven tres integrantes del conjunto original. Dos de ellos, los hermanos Corona, pasaron de 100 años: Leandro, el de la impresionante voz de falsete, murió en Ziicuirán a los 102 años, e Isaías, el gran tamboreador, aún vive en la Huacana. En estos dos pueblos vecinos ya no existen músicos que toquen este estilo y aún en Apatzingán y Nueva Italia los arpistas buenos son pocos. Uno de ellos es el yerno de Don Antioco, José Ledezma “El Venado”, a quien Elfiga Garibay nos ayudó a encontrar al otro lado de la loma. Allí, fuera de la casa de otro músico, hablamos mucho de aquel legado y los músicos de esta tradición, y se hizo el compromiso, finalmente, de entregar esta memoria musical a los nietos del gran arpista de La Huacana.
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