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Conjunto Zicuirán, foto de Walter Reuter

El son de arpa grande se escucha … lentamente

La región de Michoacán, tan golpeada actualmente, ha creado una cultura musical importante para México, la cual hemos grabado durante los últimos 40 años. Los sones de arpa grande de Tepalcatepec, Lombardía, Apaztingán, Nueva Italia, Coalcomán y La Huacana, entre otros pueblos y ranchos, son los primos hermanos del son jalisciense y representan un género de una intensidad difícil de igualar. Me confesó Gilberto Gutierrez que se trata de la música que solía acompañar las noches pachecas que vieron nacer el Mono Blanco y aquí en Discos Corasón tenemos colegas para  quienes éste es el género que más les importa. No se trata de la suave alegría del jarocho,  ni la belleza canora del  huasteco, sino de una música que suena a la tierra y a la pasión de lo propio.

Antioco Garibay y su conjunto de Arpa Grande con WatermarkEntre los maestros de esta música, había uno que me fascinaba por encima de los demás. Un caballero de la vieja escuela. Grabamos a don Antioco Garibay en La Huacana, Michoacán, en 1975 pero la audición de su disco no fue sino 25 años después, cuando un grupo de ancianos se sentaron en el patio de su casa y escucharon el CD durante cinco horas sin interrupción. Después de este tiempo me dijeron que estaban de acuerdo y que sonaba bien. El placer para todos fue muy grande.

En el momento de grabarle a don Antioco, nos dimos cuenta de la calidad del material pero en ese entonces no tuvimos la ambición de producir la música en disco, sino de guardarlo como documento, el registro importante de la cultura musical que nos fascinaba. Como éramos científicos,  insistimos en la mejor calidad posible de grabación – no nos interesaba producir souvenirs – pero no empezamos a producir y distribuir las grabaciones sino hasta los mediados de  1980.

Anduvimos en Michoacán en 1998, buscando a un arpista que le apodaban ‘El Venado’ a quien  queríamos entrevistar para un CD Rom que preparábamos sobre el son mexicano. Nos habían dado direcciones hacia una calle empedrada que subía un cerro arriba de Nueva Italia. Tomamos el camino hasta su final, llegando a la última casa antes del monte. Afuera, sentada con su bandeja llena de dulces y golosinas para vender, estaba una señora con las faldas y brazaletes de una gitana latinoamericana. Le preguntamos por  El Venado y nos respondió entusiasta que éste vivía al otro lado del cerro, a donde nos llevaría con gusto, si queríamos.

Guardó su bandeja en la casa y subió al auto. Nos platicó de El Venado y de otros grandes músicos de la región. Le dije que, para mí, el más grande de todos ellos se llamaba Antioco Garibay. Que en paz descanse.

“Sí, fue el más grande,” dijo.

“¿Lo conoció?”

“Pues sí. Fue mi papá.”

Cuando nos recuperamos de la sorpresa, nos pidió una copia del disco de su padre y me apenó decirle que no existía. “Pero, ¿cómo? ¿Si ya lo grabaron?” Le hice la promesa de revisar los materiales y, si fuera posible, producirlo como disco compacto y mandárselo.

Gracias a nuestra guía, encontramos a El Venado y platicamos largamente con él sobre la tradición de los conjuntos de arpa grande en esta región de la Tierra Caliente de Michoacán, en donde las fiestas duran tres días con músicos de son. Tocan el arpa de 32 cuerdas, dos violines y una vihuela, además del coro de un altísimo falsete o jananeo: el canto sin letras que expresa una emoción desbordada.

Don Leandro Corona, foto de Mary farquharson  con Watermark

En el calor de la fiesta, alguien suele pedir permiso para tamborear la tapa del arpa, mientras que el músico sigue tocando la melodía, produciendo una línea percusiva que lleva el  son a una intensidad feroz. Hasta los caballos de la Tierra Caliente bailan el son.

Baile caballo y jinete con Watermark

En los 25 años desde que habíamos grabado a don Antioco, el gusto por los grupos de cuerdas ya se había diluido frente al éxito de las bandas de alientos que desfilaban por Apatzingán tocando su música desde las cajas de las pickup. La cosecha de algodón y melón ya no era como antes y, cuando asistimos a las fiestas, presentimos un cambio en la cultura popular más marcado que en otras regiones del país. Sin embargo, en la zona de tolerancia de Apatzingán, todavía escuchábamos a grupos de cuerdas que se reunían en los bares y en las calles para tocar los viejos sones para el fervor de las prostitutas y sus clientes.

En 1975, sin embargo, el son de arpa grande había estado en un momento de auge, con Antioco Garibay compitiendo con otros maestros como Timoteo Mireles, ‘El Palapo’;  Encarnación, ‘Chon’ Larios, director de Las Madrugadores de Apatzingán; y Venancio Rodríguez de Los Caporales de Apatzingán, a quienes grabamos en diferentes momentos de los 1970.

El último de estas leyendas a quien grabamos fue a don Antioco Garibay. Al encontrarle en su casa en La Huacana, le propusimos hacerle una grabación. La idea le agradó, así que nos pusimos de acuerdo para regresar el día siguiente.

Cuando llegamos con los micrófonos, la Nagra y demás equipo, nos recibió Antioco vestido de blanco. Su ropa, preparada por sus nietas, fue impecable: como si fuera un torero preparado para salir a la lidia. Los músicos llegaron igual de elegantes y, a las 9 de la mañana, empezamos a probar micrófonos para ecualizar la grabación. Enrique Ramírez de Arellano y yo estábamos checando niveles, mirando el equipo, cuando sonó el primer jananeo. Los dos  dimos un salto, ya que nunca esperamos escuchar un falsete tan alto y feroz de la boca de estos educados ancianos.

Desde el momento de correr la cinta, no paramos un solo minuto, hasta pasadas las tres de la tarde. No había necesidad de repetir sones o corregir la afinación.

Hubo un breve descanso para comer después del cual volvimos a grabar un son tras otro. Entre los músicos nos habían preparado una lista de más de 50 sones que proponían grabar. Algunos de estos los conocíamos pero este grupo ofrecía un repertorio más amplio que los demás músicos de la región y grabamos muchos temas que son poco conocidos aún hoy en día.

Por ahí de las ocho de la noche, les dijimos que teníamos suficiente material grabado. Antioco se sorprendió: “¿Qué? ¿Ya acabamos?”

Guardamos las cintas de esta grabación y, gracias al inesperado encuentro con su hija, en 1999 las sacamos del archivo para producir ‘La polvadera’ de Antioco Garibay y su Conjunto de Arpa Grande.

5. Eduardo Llerenas with Mexican country violinist Leandro Corona con WatermarkCon el flamante disco en mano, salimos rumbo a Michoacán para entregárselo a los músicos sobrevivientes del Conjunto de Antioco Garibay. Llegamos a la casa de don Leandro Corona en las afueras de Zicuirán. El violinista, con más de 90 años,  puso nuestro equipo portátil sobre una mesa en el patio de su casa y él y sus amigos jalaron sillas para poder escuchar el disco. Se sentaron  frente de la grabadora, como si fuera una televisión.

No mostraron emoción alguna durante las cinco horas  de escuchar la grabación, ni comentaron nada. Cada vez que acabó el disco, cambiaron de silla para dar a otro amigo la posibilidad de acercarse a las bocinas.

Eduardo con Don Leandro, ago del 99 con WatermarkCuando finalmente decidieron que habían escuchado lo suficiente, expresaron su opinión con una mesura muy distinta a la música que tocan. Tomamos varias cervezas para celebrar el disco y festejar la memoria de don Antioco y los buenos años del son de arpa grande de la de Tierra Caliente de Michoacán.

 

Juan Reynoso

Juan Reynoso

Juan Reynoso representa lo común y lo excepcional de todo músico regional. Común, porque las andanzas y dificultades del músico campesino se repiten una y otra vez, con sus emotivas y regocijantes variaciones: El nacer al deseo de ser músico con edad aún tierna, conseguir el instrumento, escuchar a los mayores, imitarlos, ser aceptado en un grupo, desarrollar estilo propio, para finalmente dominar la ejecución del instrumento y ser reconocido localmente. Las penurias que se suceden en estas etapas son harto narradas por los músicos y en muchos casos, los hacen sucumbir antes del final. Lo excepcional se presenta en contadas ocasiones, dentro del amplio conglomerado de músicos tradicionales de cada región musical del país. En este caso, mencionaremos que en verdad hay una pasión y perseverancia, aunadas desde luego a una maestría en las habilidades de la ejecución o virtuosismo y como consecuencia una diferenciación del resto de los otros colegas, que conduce a la exaltación popular del músico, o fama local y extraterritorial. Ha sido el caso de don Juan Reynoso, la excepcionalidad de su quehacer musical, con algo adicional, que lo hemos presenciado en los últimos veinte o treinta años de su vida, la entrega casi absoluta a su destino, entrando a la situación tan deseada de cualquier quehacer intelectual humano, como es la sublimación.

– Eduardo Llerenas

Banda Real de Ichán

Banda Real de Ichán

La Banda Real de Ichán se conforma de 22 músicos purépechas que provienen de Ichán, un pueblo indígena al borde de la transitada carretera entre Morelia y Zamora. Se trata de una comunidad de apenas 4,000 personas en la cual hay más de 18 bandas. Hace tiempo que la música en esta comunidad michoacana ha logrado frenar la emigración. La Banda Real de Ichán fue formada por Herlindo Magaña, quien participó durante muchos años en la Banda la Michoacana, una institución musical que ahora abandona la música tradicional por un repertorio comercial. Herlindo, en cambio, cree profundamente en los sones abajeños – con su tremenda intensidad – y la contrastante dulzura de las pirekuas. Aunque también incluyen algunos sones cubanos y uno que otro éxito, esta banda defiende ferozmente la música que se ha tocado en las fiestas y festivales purépechas desde que los viejos tienen memoria. La Banda Real de Ichán incluye, además de percusiones, armonías, tubas, trombones, trompetas y clarinetes, dos voces masculinas que cantan en alto registro las canciones de amor conocidas como pirekuas. Cada uno de estos músicos proviene de una de las bandas de Ichán que los entrena desde muy jóvenes y les exige un rígido programa de ensayos.

En septiembre de 2011 esta banda se presentó en El Palacio de Bellas Artes, en el evento ‘La Fiesta Grande’, ya que al ser ganadores -por tercera vez consecutiva- del concurso de bandas del muy competido festival purépecha, de Zacán, Mich., se hicieron merecedores de presentarse en este prestigiado recinto. Por otro lado, esta banda pertenece al Programa de Encuentros de Bandas Tradicionales e Indígenas, una organización nacional que presenta a las mejores bandas de alientos en diferentes foros de la República. El año pasado se presentó tanto en Tlayacapan, Morelos, así como en la Delegación Tlalpan en el D.F. El repertorio de la Banda Real de Ichán incluye muchas composiciones de un viejo colaborador de Herlindo, Argemiro Ascencio, para quien la música es el puente entre su alma y la fiesta. En los más de 200 sonecitos y abajeños que ha compuesto, hay historias de gratitud, pasiones amorosas, y múltiples imágenes más, sucedidas en el diario devenir de la Cañada de los Once Pueblos.

Antioco Garibay (¿? - 1976)

Antioco Garibay ( ¿? – 1976)

Fue un encuentro grato con la señora de las faldas amplias y anillos grandes que conocimos en las afueras de Nueva Italia, Michoacán. Con una generosidad espontánea, y sin saber realmente quienes éramos, cerró su puesto de dulces y su casa para ayudarnos a buscar a un arpista de su rancho que posiblemente andaba al otro lado del lomerío. Subió al coche y empezó a hablar de los bailes de arpa de su infancia y lo mucho que le gustaba la música, “más que un plato de comida”. Nos contó de sus orígenes en el pueblo de La Huacana y Eduardo Llerenas le comentó que había conocido a un arpero muy bueno en La Huacana. Su nombre era Antioco Garibay. “Sí”, respondió la señora, “él fue mi papá”.

Eduardo Llerenas había grabado a Antioco Garibay y su Conjunto de Arpa Grande en la Huacana unos 24 años atrás -en 1975- durante un viaje de grabación que hacía junto con Enrique Ramírez de Arellano. Ya habían grabado muchos sones de arpa grande en viajes previos a la Tierra Caliente de Apatzingán y los pueblos y ranchos aledaños. Esta vez bajaron por Tacámbaro; con las huilotas volando arriba del coche, y los cuiniques cruzando veloces por el camino, para llegar finalmente a la Huacana.

Don Antioco Garibay, el viejo arpista, les abrió la puerta de su casa y los recibió como si les hubiera estado esperando desde hace muchos años atrás. Mandó llamar a los demás integrantes del conjunto: a don Leandro Corona, el violinista y segunda voz, a don Vicente Hernández, voz guía e intérprete de la guitarra de golpe. Estuvo presente Isaías Corona quien tamboreaba el arpa y el segundo violín y voz, José Jímenez, el “joven” del grupo con sus 45 años.

en el momento de la grabación, Antioco Garibay tenía más de 70 años vividos y la fama local de ser un gran arpista. Solía salir con este grupo, conocido como el Conjunto de Arpa Grande de Zicuirán, a tocar los sones de la región durante las fiestas locales. Las tocadas duraban hasta tres días con sus noches enteras. Tal vez por eso dominaban tantos sones conocidos (“El maracumbé”, “El gusto pasajero”, “La malagueña”, etc.) y también un repertorio local enorme que no se escuchaba fuera de esta pequeña parte del estado (sones con nombres de animales y árboles locales como “El cuinique”, “La huilota” y “El huacicuco”). Entre estos está “La polvadera” (con la manera local de decir polvareda), que habla del ambiente jocoso de la fiesta local, y también los sones ‘ejecutivos’ ( de complicada y difícil ejecución) difíciles de encontrar fuera de La Huacana: como son “El ratón” y “El caballo”, entre otros).

El entusiasmo de Don Antioco por la propuesta de grabación fue muy grande. Sugirió de inmediato un local para la sesión (el taller eléctrico de un sobrino suyo, que resultó tener buena acústica) y quedaron de reunirse todos a las nueve de la mañana del día siguiente. Sin embargo, con micrófonos, mezcladora y grabadora listos, todavía no llegaba el arpista. Resulta que a Don Antioco le estaban vistiendo dos de sus nietas, preparándolo para su actuación con la atención que merece un torero antes de la fiesta brava.

Finalmente apareció, vestido todo de blanco, y se sentó en su silla. Le pasaron su arpa grande y la dejó descansar contra su hombro de campesino fuerte, como para aguantar los golpes del tamboreador. Comenzó a tocar las primeras notas de la melodía que anunciaba la entrada de dos violines, la guitarra de golpe, el tamboreo, la voz guía y, finalmente, el jaraneo del coro que, con su alto falsete de perfecta afinación, completó una música de intensidad magnífica.

Aún dentro de los diferentes géneros del son mexicano, con sus ritmos cruzados, melodías complicadas y continuos vuelos de la imaginación, los sones de arpa grande cuentan entre lo más impulsivos, intensos y sorprendentes. Por desgracia, es un género que ha sido desplazado por la música norteña y de banda. sin embargo, en la persona de Don Antioco, existía la presencia de más de un siglo de tradición musical, entre los años que él tocó y los que heredó directamente de su papá y tíos, en aquellas décadas en que los conjuntos de arpa grande mandaban en toda la región.

La grabación había empezado desde temprano. Tanto los sones populares como los muy locales salían casi siempre sin fallas de las manos y voces prodigiosas de los cinco señores que, por su vejez o por otra razón particular, tenían mucha prisa por registrar la mayor cantidad posible de los sones “para dejar un recuerdo para los nietos” –como decía Don Antioco-. La memoria de los hijos le parecía menos urgente que la de los nietos.

Después de doce horas de trabajo esmerado, con la atención de los productores centrada sobre los detalles técnicos de la interpretación y la grabación, se registraron 40 sones. Casi todos con esa voz aguda del coro que respondía con su jananeo a la letra del viejo guitarrista cuya voz ya no alcanzaba las mismas notas que antes. De todas formas él seguía lanzando y a veces salía un sonido fuerte, roto, tal vez difícil de asimilar al escucharlo registrado en un disco, pero que tenía una pasión tal que contradecía la imagen física del viejecito con un par de bastones.

Fue una sesión inolvidable para los grabadores,  muy impresionados tanto por la entrega de los músicos como por el estiló único dentro de un género que ya habían grabado en otras localidades de la región. En Apatzingán se suele tamborear algunos de los sones, pero la mayoría no cuentan con esa percusión que, en La Huacana, se vuelve el reto principal al que los demás músicos tienen que responder.

En Apatzingán, cuando un conjunto decide tocar un son tamboreado, uno de los músicos deja su instrumento o, si no, algún aficionado pide ‘cachetear’ (percutir) la caja de resonancia mientras el arpista asume los golpes fuertes y, casi por milagro, logra tocar el ritmo y líneas de la melodía al mismo tiempo que la percusión. En La Huacana, un músico tamborea cada uno de los sones, aunque con un estilo más suave, y convierte la caja del arpa en un instrumento de percusión, poco común entre otros géneros del son mexicano.

Otra diferencia con respecto al estilo de la zona de Apatzingán se encuentra en las entradas de los sones. Antioco tocaba algunas notas en su arpa para anunciar cada son, mientras que en la región de Apatzingán, Nueva Italia y Teapaltepec se acostumbran las entradas largas de los dos violines. El estilo del falsete del jananeo del Conjunto de Antioco Garibay tampoco se oye fuera de la región de Zicuirán y la Huacana.

Referente a la instrumentación, el arpa grande, dos violines y una guitarra de golpe son comunes en toda la región, aunque en La Huacana el tamboreador es un músico aparte. En La Huacana no se acostumbra incluir la bihuela, instrumento muy común en los conjuntos de arpa grande de otras partes de Michoacán. Don Antioco comentaba que la bihuela es una adición reciente y que la música se oía más ‘limpia’ sin ella. El recordaba cuando los conjuntos se conformaban simplemente de violín, arpa y guitarra, y decía que habían sido ellos mismos quienes habían añadido un violín y una voz, “para reforzar”.

Antioco Garibay falleció en 1976, un año después de esta grabación, pero sobreviven tres integrantes del conjunto original. Dos de ellos, los hermanos Corona, pasaron de 100 años: Leandro, el de la impresionante voz de falsete, murió en Ziicuirán a los 102 años, e Isaías, el gran tamboreador, aún vive en la Huacana. En estos dos pueblos vecinos ya no existen músicos que toquen este estilo y aún en Apatzingán y Nueva Italia los arpistas buenos son pocos. Uno de ellos es el yerno de Don Antioco, José Ledezma “El Venado”, a quien Elfiga Garibay nos ayudó a encontrar al otro lado de la loma. Allí, fuera de la casa de otro músico, hablamos mucho de aquel legado y los músicos de esta tradición, y se hizo el compromiso, finalmente, de entregar esta memoria musical a los nietos del gran arpista de La Huacana.