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Chavela Vargas y la Nostalgia Lorquiana

Lorca siempre estuvo presente en la vida de Chavela Vargas. Cuando ella abandonó para siempre su natal Costa Rica, la esencia del poeta granadino la acompañó en su viaje definitivo a México. Pero desde antes de ese iniciar ese recorrido, el bardo ya estaba en ella. Chavela lo recuerda en la Residencia de Estudiantes en Madrid. Cuando en alguna de sus noches de insomnio escuchaba al poeta tocar el piano o conversar con Salvador Dalí. La naturaleza de esas palabras vertidas en la oscuridad es un misterio, pero ahí estaban esos susurros, esos retazos gentiles que permanecen ahora en otra oscuridad, ésa en la que la historia extiende su velo para apenas ser distinguidos como siluetas en el tiempo. “La Luna Grande, de Chavela Vargas a García Lorca” es el homenaje que la cantante de voz áspera reservó para el final, como ese último trago, el mejor de todos, que nos hace tomar valor para iniciar un nuevo recorrido, siempre desconocido.
Laura García Lorca, sobrina del poeta, lleva en la piel el timbre de Chavela, capaz de conmover a quien la escuchaba, porque en esa manera de soltar la palabra se escondía el secreto para revelar “no sólo un conocimiento de lo humano sino de la naturaleza, de los elementos, y también de lo que uno intuye que está al otro lado”.
Laura habla con la autoridad de la que sólo gozan quienes conocieron a las personas en su periplo de convertirse en leyendas. Porque Chavela Vargas, fue, incluso antes de que la edad le cayera encima, una épica viva, de “soledad infinita”, a quien cubría su eterno jorongo y las palabras de Federico García Lorca, que ella guardó con celo y presumió con orgullo: “Me quedé con la nostalgia”.

La Luna Grande. homenaje de Chavela Vargas a Federico García Lorca

Negra Graciana

El vuelo de la Negra Graciana


Estábamos, Mary y yo, tomándonos unas cervezas en los Portales de Veracruz. Fue el verano del 1993 y estábamos apenas lanzando Discos Corasón. Mary seguía en su chamba de periodista y yo la había acompañado al puerto jarocho como consorte. Confieso que el papel me aburría bastante, así que sugerí a cada rato que paráramos las entrevistas para tomarnos unas cervezas.
Fue en uno de esos descansos que vimos a una arpista, ya con casi 60 años, arrastrando su arpa y ofreciendo sus sones al público sentado en los portales. Le pedimos que nos tocara unos por el gusto, sin ninguna expectativa profesional, ya que ese no fue un viaje de investigación musical.
Nos tocó ‘La guacamaya’ y luego ‘El butaquito’. Escuchamos cada son con atención porque supe de inmediato que se trataba de una artista de mucho valor. Para ese momento había grabado a unos 15 grupos jarochos desde Veracruz hasta los Tuxtlas. Lo que me impresionó de Graciana fue su manera de combinar los arpegios con los trineos en el arpa con un estilo que hablaba de una maestría y fuerza personales. Ella misma llamaba este estilo, “a la antigüita”. Su voz era afinada, muy natural y sin muchos cambios tonales. Cuando cantaba, expresaba su propia vida: “alegre y un poquito triste también”. Fue la voz de alguien con el valor de expresar lo que sentía, una voz sin pretensión que comunicaba lo que había mamado desde la cuna.

La invitamos a sentarse con nosotros y pedimos otras cervezas. Nos habló de su infancia en Puente Izcoalco, en donde había comido iguana, guaruso, garza blanca, camarón pinto y mojarra. Allí había aprendido a tocar el arpa del señor Rodrigo, un “cieguito de los dos ojos”, como nos decía, quien iba a la casa para enseñarle su instrumento a Pino, el hermano mayor. Terminada la última clase, el maestro estaba comiendo cuando Graciana tomó el arpa y empezó a tocarla con sus deditos. “La que va a aprender es la chiquilla”, dijo el maestro ciego, y tenía razón.
A los 10 años empezó a tocar en público, acompañando a su papá y a su hermano Carlitos que tocaba el violín, la jarana y el requinto de cuatro cuerdas. Carlos fue, además, un gran bailador pero se murió a los 18 años. Su lugar lo ocupó Pino, el hermano que más tarde se volvería el único acompañante fiel que tuvo Graciana en la carrera internacional que empezó el día que nos conocimos en los Portales de Veracruz.
Aquel día, cuando Graciana compartía con nosotros los sones de su repertorio y los episodios de una vida siempre cerca de la música, le preguntamos si le interesaba grabar un disco con nosotros. No sé si nos creyó, nadie se lo había ofrecido antes, pero le hablamos varias veces por teléfono desde el DF y en estas conversaciones acordamos el día y el lugar para la grabación; el repertorio y los músicos que la acompañarían. Nos había dicho que prefería tocar y cantar ella sola, ya que los acompañantes la habían despreciado siempre. Sin embargo, quedamos en que María Elena Huerta, hermana del primer marido de Graciana, la acompañaría con una segunda arpa y su hermano Pino Silva en la jarana y voz.

En marzo de 1994 nos reunimos todos en el rancho de la ex cuñada, una casa aislada del bullicio, al sur del Puerto. El único ruido fue de los guajalotes que tuvimos que encerrar lejos del cuarto en donde grabábamos. Fueron varias horas de ensayar el repertorio acordado; primero Graciana tocaba como si estuviera todavía en los Portales, pero en algún momento se dio cuenta que su música no fue tan ajena a mí y empezó a tocar con otro ánimo. Hablamos brevemente de otros arpistas jarochos que había grabado: de su amigo Nicolás Sosa, a quien grabé en 1975; del arpista Andrés Cruz de Cosamaloapan y también del jaranero solitario Daniel Cabrera, que manejaba un repertorio ya olvidado en el circuito más turístico. “Él se envejeció a los 83 años, cuando su hija decidió irse a la Ciudad de México”, nos contó Graciana.

Grabamos unos 20 sones, algunos interpretados por ella sola y otros acompañados por su hermano y la ex cuñada. Me acuerdo que uno de ellos – creo que fue ‘El balajú’ – costaba mucho trabajo y les había pedido unas cinco repeticiones antes de que saliera – finalmente – a la perfección. Solo esperamos los diez segundos de silencio al final de la interpretación para poder contar con una grabación exquisita. Desgraciadamente, no había visto a una vecina que había llegado de la nada y estaba escuchando frente a la ventana abierta. Antes de la nota final, empezó a aplaudir con entusiasmo. Nos reímos todos – para no llorar – y luego volvimos a grabar el tema, esta vez con la ventana cerrada a pesar del calor asfixiante.
Ese primer disco: ‘La Negra Graciana, Sones jarochos con el Trio Silva’, fue una producción muy modesta, la cual hicimos por el gusto de grabar, como siempre ha sido el caso. Se trataba de comunicar la música tal cual de una artista desconocida y el proyecto fue financiado por nosotros, como siempre.

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Incluimos el CD entre los primeros títulos de la flamante disquera Corasón y nos dio gusto que vendió más de mil ejemplares.
Más que el disco, que seguía vendiéndose poquito a poquito durante varios años, lo que impactó fue la respuesta que Graciana tuvo entre los promotores de conciertos. Su primer contrato fuera de Veracruz fue por invitación de Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe que la presentaron en El Hábito, gran honor para Graciana dado que la programación incluía a Chavela Vargas en su primer concierto de regreso a la farándula y a Elena Burke, entre otras. Graciana estuvo sensacional, bellísima en su música y su persona.
Luego empezamos a llevarla a algunos foros internacionales en donde habíamos presentado a otros artistas del nuestro catálogo –como Eliades Ochoa– y ella y su hermano Pino (con requintistas distintos) se presentaron en el Royal Festival Hall en Londres, en el Harbourfront Centre de Toronto, en Madrid y varias ciudades de Holanda y Bélgica.


En ese entonces, se comunicó con nosotros un gran promotor francés, Jacques Erwan, que llegó a México en búsqueda de intérpretes de música tradicional. Le recomendamos artistas de Jalisco, San Luis Potosí, Yucatán, Oaxaca, Veracruz, Guerrero y Michoacán. Escuchó a todos en sus diferentes pueblos, pero solo Graciana Silva le había impactado lo suficiente para – dos años después – presentarse en una de las salas de concierto más prestigiadas de Europa: el Theatre de la Ville en Paris.
Aunque el público de este teatro estaba acostumbrado a escuchar a artistas internacionales del primer nivel (como al gran pakistaní Nusrat Fateh Ali Khan y al violinista Yehudi Menuhin, entre muchos más) el son mexicano hacía su debut allí y la expectativa tanto de los músicos como del mismo público fue grande. Durante el transcurso del concierto ambos se acercaron, se conocieron y terminaron conmovidos. Pino, con su estilo de caballero jarocho, lo bautizó como “un público inteligente”. A diferencia de los demás conciertos, éste fue grabado en vivo y producido por Buda Musique en un disco que distribuimos nosotros aquí en México.

En otro momento, la llevé a Chicago para un concierto en el Museo de Arte Mexicano, después del cual estuvieron programados un par de conciertos en escuelas públicas de la Ciudad, con estudiantes sobre todo de raíces mexicanas y afroamericanas. Una de estas presentaciones me impactó más que cualquier otra, incluso más que los conciertos elegantes en las capitales de Europa. Era un salón inmenso con unos 1500 estudiantes de secundaria. Después del programa musical, La Negra fue invitada a sentarse en un gran sillón abajo del escenario y los alumnos hicieron largas filas para saludarla. Llegado su momento, veía como le besaban la mano o la tocaban como si fuera un talismán que podría traerles suerte a ellos para lograr un éxito parecido, como mexicanos o como niños negros.

Fue el último día de su gira y fuimos a un restaurante en La Villita para celebrarlo. Ahí comimos casi como en casa; es más, de repente le escuché a Graciana pedir a la muchacha que nos atendía que le guardara unas ocho tortillas hechas a mano, porque quería llevárselas a su casa en Veracruz. Como varios de los músicos con los que hemos trabajado, Graciana Silva era una excelente cocinera, muy generosa anfitriona y gustosa siempre.
En México en esos años el interés que generó Graciana Silva fue menor que en la escena internacional, pero sí existía. Cristina Pacheco la filmó tres veces; fue invitada a festivales como el Quimera de Metepec y – más tarde – al Tajín. En un proyecto que llamamos ‘Son de México’, Graciana participó al lado de grandes maestros de las diferentes tradiciones: Juan Reynoso, Guillermo Velázquez y Los Camperos de Valles, entre otros. En este formato se presentó en el Festival Cervantino, también en Seattle, Londres y Berlín. En 2001 la presentamos en el Festival del Centro Histórico en donde hizo un notable palomazo con invitados de California: Los Lobos. (Siendo honesto, no fue la mejor ‘Bamba’ de la historia, pero el encuentro fue interesante, sobre todo para Los Lobos).

Su relativo éxito –importante en el momento aunque reducido comparada con las megagiras de grupos como Mono Blanco y Son de Madera actualmente– causó sorpresa tanto a ella, como a nosotros y tal vez más a la comunidad jarocha que no esperaba tal de una artista de Los Portales.
El último concierto que organizamos para ella fue en el 2001 en Sevilla. Seguimos recomendándola, por ejemplo para una grabación con los músicos irlandeses, The Chieftans que coordinamos en 2009, pero la relación fuerte con ella duró ocho años, tiempo para frecuentes convivios en su casa en las afueras del Puerto, comiendo bajo los enormes mangos en el rancho de su hermano Pino, o en la casa nuestra en el DF.

Nos da muchísimo gusto saber del reconocimiento que el Gobierno del Estado le está brindando a Graciana Silva, el cual es importante para su familia y para la historia de la cultura popular del país. Se trata de una artista única en su talento y en su pertinaz independencia, aunque al mismo tiempo representante de una larga tradición oral que ella heredó y que sigue viva gracias a la amplia comunidad musical jarocha.
Para Discos Corasón, para Mary y para mí, los años que convivimos con Graciana tienen un lugar muy importante en la memoria. Su interpretación tan fresca y creativa de la cultura popular, tanto en su música como en su verbo, en su cocina, en su manera de bailar y de ser, fue una lección para nosotros y confiamos que su genio seguirá viviendo entre sus hijos, nietos y bisnietos ya que la familia es la mejor escuela para la música tradicional. A diferencia de un disco, o un libro, nada está fijo ni es rígido; las reglas son importantes y tienen que dominarse para luego dar vuelo a la imaginación. Vuela, vuela vuela, como yo volaba… cuando me llevaban presa de Veracruz a Orizaba.»Gracias Negra, por seguir tu vuelo, vuela revuela vuela como yo volaba cuando me llevaban preso, señorita por usted”.

La Negra Graciana con Cristina Pacheco en 2001.

Eduardo Llerenas, México DF 1.12.13